Jenny Granado Rocha Borba
Ciento cincuenta años antes de Cristo, Pompeya, ciudad samnita ubicada a los pies del volcán Vesubio —al suroeste de Italia—, fue ocupada por los romanos con motivo de la expansión de su Imperio. En el año 64 d. C. un terremoto la destruyó, y posteriormente a ese desastre, cuando los romanos estaban en pleno proceso de reconstrucción del pueblo, de acuerdo con sus propias voluntades e intereses, el volcán Vesubio explotó. La explosión ocurrió en el año 79 d. C., dieciséis años después de la sacudida del terremoto.
Pompeya y su vecino Herculano fueron brutalmente sepultadas bajo la lluvia de piedras y muchos metros de cenizas que arrojó por días seguidos la erupción del Vesubio. Así, la vieja ciudad, que pasaba por un proceso de renovación y reformas estructurales a manos de los romanos, dejó de una vez por todas enterradas en aquel sitio, sus antiguas costumbres samnitas. Debido a la devastación de la erupción, los vestigios y la historia de esas ciudades, se mantuvieron ausentes de la memoria de la humanidad por mucho tiempo “La ciudad desapareció completamente de la faz de la tierra por varios siglos” (Benjamin, 2015, p. 23).
Memoria ausente hasta el año de 1800, tiempo en que vuelve a emerger a la superficie gracias a excavaciones arqueológicas, y que hoy constituye una de las anécdotas más conocidas en Occidente.
Walter Benjamin, en su programa de crónicas de radio para jóvenes, narró en tono personal esos sucesos. En “La caída de Pompeya y Herculano”, el pensador alemán nos sitúa críticamente frente a los documentos que cimentaron la memoria de esa historia ocurrida en la antigüedad y actualiza su discurso en un contexto donde el mismo Benjamin camina entre los muros que un día fueron testigos de esta tragedia, y que hoy dan lugar al comercio y turismo.
Para reconstruir tal crónica, Benjamin recurre a su propia experiencia como caminante en Pompeya, y también a dos tipos de documentos diferentes. Para el historiador francés Marc Bloch esos dos tipos de documentos pueden ser analizados a partir de los conceptos de “documentos no voluntarios” y “documentos voluntarios”. Los documentos no voluntarios también son entendidos como documentos arqueológicos o documentos materiales; en el caso específico de Pompeya estos documentos materiales/arqueológicos/no voluntarios son, por ejemplo, las cenizas provenientes de la erupción del volcán, cenizas que se asentaron en los más pequeños detalles entre los cuerpos y en las ruinas del sitio. Entretanto, aunque la inteligibilidad de una huella del pasado a través de los documentos no voluntarios/materiales se “funda en la comprobación de un hecho y no interviene el testimonio de una persona distinta del observador” (Bloch, 2003, p. 46), es importante añadir en este escrito, dada la anterior citación, que los documentos materiales no son los únicos que poseen el privilegio de poder ser captados de primera mano.
Por lo anterior, también existe la segunda orden de documentos, los documentos voluntarios. Estos son entendidos como documentos que existen a manera de relatos dejados por sujetos. Este tipo de documento, otra vez tomando el caso de Pompeya como ejemplo, se ha materializado en forma de las dos cartas dirigidas al historiador romano Tácito, las cuales redactó Plinio el joven, testigo ocular de lo ocurrido y gran estudioso de la naturaleza (Benjamin, 2015, p. 24).
Así, siguiendo las palabras de Bloch, esos dos tipos de documentos son capaces de crear dos diferentes órdenes documentales: una orden de los hechos por los acontecimientos (documento no voluntario) y otra orden documental por el relato (el documento voluntario).
La narración de “La caída de Pompeya y Herculano” se divide en tres partes: una introducción sobre el mito del Minotauro y la experiencia de Benjamin como visitante en Pompeya en la primera mitad del siglo XIX; un recorrido por los documentos arqueológicos del sitio y partes de las cartas que dejó Plinio sobre lo que pasó con la gente de su tiempo; y, por último, un breve cierre de cómo su preservación en los años veinte alcanzaba lo más pequeño y particular de las ruinas. Un lugar que se aleja de ser un museo de antigüedades ya que no es solemne con el visitante y tampoco pacificador, pues este “se encuentra pronto sumido en un extraño estado de ánimo” (Benjamin, 2015, p. 22), ya que la ciudad sigue siendo una ciudad oscura, en la cual es difícil ubicarse.
El objetivo de este ensayo es comentar sobre la crónica de Pompeya y Herculano hecha por Walter Benjamin, y cuestionar las formas con las cuales se pueden trabajar esos dos tipos de documentos (voluntarios/no voluntarios) en la construcción crítica de una memoria histórica, desde la óptica de algunas teorías de la conservación. Una de las preguntas que surgen al vincular las tres partes comentadas del texto es: ¿cómo articular la experiencia de un pasado con lo que se nos presenta hoy, sin forzar en la dirección de una única narración de la historia? “El pasado es, por definición, un dato que ya nada habrá de modificar. Pero el conocimiento del pasado es algo que está en constante progreso, que se transforma y se perfecciona sin cesar.” (Bloch, 2003, p. 49). Independientemente de las transformaciones intencionales o no, adaptaciones a nuevas funciones o contextos, renovaciones, ocupaciones, colonizaciones o reformas, lo que sucede aquí o allá... el tiempo es irreversible y se presenta como un reloj, un monumento de la conciencia histórica (Benjamin, 2015, p. 187). Considerar la imposibilidad de volver atrás en el tiempo, nos hace reflexionar que desde la perspectiva de una conservación crítica, de igual forma no existe la posibilidad de una mejor o única manera de emprender una restauración o de encontrar un método total o universal para la misma.
Un método de conservación generalizado que goce desde el presente de la intervención, hasta futuras generaciones; una especie de redención tanto en una instancia histórica como en una instancia estética, inapelables de posibles revisiones por conservadores, historiadores o cualquier otro público interesado en el tema. Esos son cuestionamientos que trata Paul Philippot en un seminario sobre teoría de la conservación impartido en México en 1973, “[...] La contradicción solo podrá resolverse llevando el análisis a un plano más profundo, que restablezca la posibilidad de una conciliación dialéctica de la instancia histórica y de la instancia estética” (Philippot, 2015, p. 20). Tal vez, como materialista histórico, sea esa conciliación dialéctica la que busca Benjamin en su crónica; una conciliación que no es unilateral, pues el materialismo histórico nunca nos va brindar una historia oficial de los hechos. Lo que hace el materialismo histórico es contar con un espectador distanciado, que busca leer lo que no está escrito, que mira en la ausencias, en las huellas y se pregunta a través de ellas. Es decir, Benjamin nos llevará a pasear por momentos de la historia donde la imagen dialéctica está en suspenso. Y no por casualidad, en las primeras páginas del texto, él nos alumbra con una de esas imágenes, con la finalidad de construir conocimiento y memoria:
[...] En resumen, de los antiguos samnitas no se ha conservado demasiado en la Pompeya arrasada, y hay estudiosos que preferirían que no hubiese habido primero un terremoto, sino que el Vesubio sepultó directamente la vieja ciudad samnita, de modo que quedara tan bien conservada como la Pompeya romana. Pues si las ciudades romanas las conocemos bastante bien, no sabemos nada de las samnitas (Benjamin, 2015, pp. 23-24).
En ese pasaje, al alumbrar una huella que es ausencia y que amenaza desaparecer una y otra vez, relampaguea una imagen que atraviesa el pasado, y que pasa rápidamente delante de nuestros ojos. Captarla es precisamente vivenciar el lugar en que sucede el materialismo histórico, pues este es su instante de cognoscibilidad (Benjamin, 1989, p. 180). Es decir, un instante de conocimiento, que también pondría devenir “lugar” de conciliación dialéctica entre una instancia histórica y estética.
Al mismo tiempo que generamos conocimiento a través de esa imagen colonizada, también se tejen perspectivas desde la conservación, que en un primer momento no se hace notar, pero que se vuelve contradictoria, pues puede presumir una voluntad de apropiarse del pasado al volverlo homogéneo e inmutable.
Pensar que mejor sería abolir a los romanos, sin dejar explícito que Pompeya fue ocupada por un Imperio, es intentar abolir a su vez, los efectos del tiempo transcurrido, en detrimento por priorizar una falsificación histórica unilateral y nostálgica. “Solo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado” (Benjamin, 1989, p. 179). Aquí Benjamin interpreta que solo la humanidad redimida puede citar su pasado con exactitud en cualquier momento, es decir, que su pasado es una conclusión, pues la sentencia del juicio final ya fue resuelta eternamente. Pompeya, así como la mayoría de las ciudades modernas, son por el propio horror de sus procesos de edificación, documentos de cultura y, al mismo tiempo, documentos de barbarie.1
Puede decirse que de la caída de Pompeya tenemos una idea tan precisa como si hubiese ocurrido en nuestros días. Y lo sabemos por dos cartas que le dirigió un testigo ocular de la erupción del Vesubio [...]. Se trata de las cartas más famosas que hayan sido escritas en el mundo. En ellas vemos no sólo lo que sucedió en aquel entonces, sino también cómo se lo tomó la gente (Benjamin, 2015, p. 24).
Al retomar la idea de que solo la humanidad redimida puede citar su pasado, la impresión que se tiene cuando Benjamin cita “las cartas más famosas que se hayan escrito en el mundo”, es que él está hablando en tono crítico de lo que Nietzsche llamaría la historia monumental. Una historia que se presenta cuando revive los grandes hechos para justificar las características de la conservación, y que busca en ese carácter algo digno de ser rememorado (Nietzsche, 1999). Para el cronista que narra los acontecimientos sin distinguir los grandes de los pequeños, hay una verdad intrínseca en su gesto: nada puede darse perdido para la historia (Benjamin, 2015). Sumando a ese documento voluntario de Plinio, hay otras evidencias, ahora en forma de documento no voluntario (documento material/arqueológico), según las nociones de Bloch:
Las excavaciones de Pompeya nos han demostrado el origen de ese espectáculo. Lo que ocurrió es que el volcán fue escupiendo alternativamente ceniza negra e inmensas cantidades de piedra pómez gris. [...] A los sedimentos de ceniza les agradecemos algo que no ocurrió nunca más en la tierra: la reproducción nítida y realista de personas que vivieron hace dos mil años. [...] Luego se solidifica mucho más rápido de lo que tardaron los cuerpos en descomponerse, y por eso hoy tenemos reproducciones en tamaño real de personas que cayeron mientras corrían y luchaban contra la muerte o, como pasó en el caso de una muchacha, que se acostaron con los brazos doblados bajo la cabeza a esperar el final. [...] La preocupación por sus pertenencias fue lo que les impidió de ocuparse a tiempo de su seguridad. Luego los sobrevivientes regresaron, no para asentarse en el lugar, lo cual era imposible con quince a treinta metros de ceniza sobre el suelo, sino para excavar al azar en busca de sus bienes. Eso volvió a costarles la vida a muchas personas, pues quedaron sepultadas bajo las avalanchas de escombros (Benjamin, 2015, pp. 25-26).
Al redimensionar la manera en que nos presenta su relato personal y las dos formas de documentos identificados en la crónica de Pompeya, al menos las dos percibidas hasta ahora, se nota la cantidad de posibilidades que Benjamin brinda para trazar un camino donde el instante de cognoscibilidad generador de conocimiento, puede ser captado desde diferentes órdenes documentales. Articular los distintos modos de lectura de esos documentos sin jerarquizarlos, es caminar hacia la dirección de construir una memoria en la cual no hay forma o trayecto final, total o universal para la historia. Es formar un inconsciente que se abre a las construcciones dialécticas para el reconocimiento crítico y sensible de la memoria. Juicios de valor como “la carta más famosa que haya sido escrita” o “algo que no ocurrió nunca más en la tierra”, pueden ser acontecimientos únicos, pero no monumentales. Existe aquí un esfuerzo por parte de Benjamin de relampaguear en plena luz del día, una imagen del pasado en la superficie, y así disminuir algo de lo mucho que constituye parte de nuestro inconsciente. Benjamin nos comenta que las cenizas de esa erupción llegaron hasta Roma, Egipto y Siria (Benjamin, 2015). Quizá la lección que nos deja es pensar: ¿cuántos más Vesubios nos han encubierto con metros de su ceniza gris, y que ni siquiera nos demos cuenta? ¿Cuáles otros polvos nos están encubriendo en este exacto momento?
Referencias
Benjamin, Walter
(1989), Discursos interrumpidos I., Buenos Aires, Taurus.
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(2014), “La caída de Pompeya y Herculano”, Juicio a las brujas y otras catástrofes: crónicas de radio para jóvenes, 1ª. Ed. Buenos Aires, Interzona Editora; Santiago de Chile, Hueders.
Bloch, Marc
(2003), Introducción a la historia, México, FCE.
Gramsci, Antonio
(2000), Cuadernos de la cárcel, Puebla, BUAP, Ediciones Era.
Nietzsche, Friedrich
(1999), Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida [II Intempestiva], Madrid, Biblioteca Nueva.
Philippot, Paul
(2015), “La obra de arte, el tiempo y la restauración”, Revista Conversaciones, núm.1, julio del 2015, México, INAH-SEP.
Notas al pie
1 En relación con los bienes culturales y los documentos de barbarie, Walter Benjamin comenta: “[...] Su existencia la deben no ya sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también, sin duda, a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie” (Benjamin, 1989, p. 101).
Como citar esta colaboración:
Apellido, nombre (año), “Título del artículo”, en Archivo Churubusco, año 2, número 3, disponible en -dirección en internet-, consultado -día, mes, año-.
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