Natalia Ramírez
No basta luchar para que los movimientos sociales tengan acceso a los museos. Eso es bueno, pero todavía es poco. El desafío es democratizar la herramienta museo y colocarla al servicio de los movimientos sociales; a favor, por ejemplo, de la construcción de otro mundo, de otra globalización, con más justicia, humanidad, solidaridad y dignidad social (Chagas 2007: 14).
Los museos comunitarios constituyen uno de los fenómenos más destacados y reconocidos de la museología mexicana; sin embargo, y de forma irónica, también es uno de los menos analizados a profundidad. Al respecto son escasas las experiencias y metodologías documentadas, los análisis críticos y los enfoques alternativos, aun cuando --vale decirlo-, tienden a aumentar.
En torno a ese tema la academia tiene una deuda importante con la museología comunitaria mexicana, la cual sólo puede solventarse a través de investigaciones que confronten ese campo de manera directa: hay que cuestionar su utilidad, viabilidad y aplicación, además de revisar sus metodologías sin tapujos ni excesiva prudencia. Este artículo pretende abonar, al menos en un porcentaje mínimo, a dicha deuda a partir de un cuestionamiento. ¿Qué hacer ante la preocupante situación de una museología comunitaria que, aun cuando representa una de las vertientes que enarbola México con orgullo y teóricamente está sustentada, pero que en la práctica y en sus aplicaciones metodológicas --al menos en buena parte de las de experiencias--, se le considera inexistente?
Con base en esta pregunta inicial, y en función de los planteamientos de la nueva museología, se desarrolla un argumento para hacer evidente cómo la museología comunitaria mexicana resulta ser un espejismo teórico ambiguo. Al ser analizado en su praxis constituye un fenómeno social y cultural lleno de trampas, paradojas y estructuras inaplicables; sin embargo, abunda en singulares apropiaciones comunitarias cuyo estudio aporta buenos materiales para ese campo transversal donde la museología y las ciencias humanas se dan la mano.
Para desarrollar el tema se empleó una metodología de doble naturaleza: por un lado, se llevó a cabo una cuidadosa revisión documental que dejó como saldo un nutrido corpus de las definiciones, teorías y metodologías que han acreditado teóricamente a los museos comunitarios mexicanos. Por otro lado, el texto es producto de un trabajo de campo (Museo Comunitario de La Labranza, en El Rosario, estado de Hidalgo) que permitió la recopilación de datos, observaciones y entrevistas que permiten contrastar y confrontar los planteamientos teóricos que han sustentado el proceso de creación y desarrollo de esos museos comunitarios.
En general, aquí se desea llamar la atención de instituciones y academia en torno a la riqueza oculta en los diversos aspectos aún no estudiados ni aprovechados de la museología comunitaria. También enfatiza la importancia de revisar las experiencias museológicas desde un enfoque de singularidad, despojándose de fórmulas, estructuras y conceptos rígidos para dar paso a la formulación de metodologías y apropiaciones museales alternativas surgidas desde, para y con las comunidades; por ello deben tenerse en cuenta sus especificidades, contextos, necesidades, intereses y potenciales.
Este artículo es producto de una revisión teórico-documental y un trabajo de campo en la localidad El Rosario, el cual se ha desarrollado a lo largo de dos años.
La revisión documental tuvo como objetivo analizar las definiciones, características, prácticas y metodologías aplicadas a los museos comunitarios mexicanos a partir de tales enfoques teóricos. Después se procedió a identificar los posibles vacíos e incongruencias de esos enfoques en la práctica. Lo anterior hizo indispensable la fase práctica, iniciada en 2013 a través de un trabajo de campo cuyo objetivo era trazar una estructura capaz de describir cómo se traducían a la práctica las formulaciones teóricas de los museos comunitarios mexicanos.
La población y el universo empírico en que se desarrolló la investigación es la localidad de El Rosario. Un primer nivel de este universo corresponde al segmento de la población vinculada con el museo comunitario: fundadores, miembros del comité del museo, colaboradores directos y participantes o visitantes frecuentes. Un segundo nivel abarca a los académicos, que en su momento hicieron parte del comité de fundación del museo. El tercer nivel está constituido por la comunidad en general.
Se llevó a cabo la revisión de diversas fuentes bibliográficas, analizadas de acuerdo con su prioridad y aporte. Esta revisión se realizó mediante fichas y presentaciones resumidas, aplicadas a fuentes de menor importancia.
Respecto al trabajo en campo, la técnica principal fue la observación, y en función de la misma se profundizó en los elementos que caracterizan al museo comunitario, la relación que lo vincula con la comunidad y ésta, a su vez, con su patrimonio intangible. Otra técnica en campo fue la entrevista. Para ello se realizaron entrevistas no estructuradas, dirigidas y no dirigidas, individuales y grupales.
Dentro del ámbito museológico, los museos comunitarios tienen su origen en una corriente teórico-metodológica llamada nueva museología. Esta corriente se gestó en la década de 1960 al interior de la UNESCO y el ICOM, asumida como una propuesta novedosa, pero ante todo consciente de las falencias y vacíos detectados en los museos tradicionales. Así, la nueva museología fue --y sigue siendo-- una manifestación de la insatisfacción y, por ende, de la urgencia de renovar la institución museal.
A partir de tal insatisfacción, un grupo de museólogos planteó la necesidad de un museo abierto a la comunidad, a la investigación, al territorio, de límites físicos y teóricos mucho más flexibles. Bajo estas premisas la nueva museología constituía una forma social de entender el museo (Navajas 2008), al proponer una tipología alterna en la cual dicha institución se definía ahora por su carácter social y su cercanía con la comunidad, dejando de “ser burbujas ensimismadas y movidas por el dogma conservacionista que se insertaran de manera armónica en la vida de un territorio y de una comunidad” (Díaz Balerdi 2008: 54).
Mucho se ha discutido acerca de los planteamientos centrales propuestos por la nueva museología. Para Mario Chagas este movimiento se centraba en imaginar una nueva posibilidad de acción museal libre del “culto al pasado empolvado” y abierta a las conexiones cultura–naturaleza y museo-medio ambiente. La formulación teórico-conceptual de ese nuevo tipo de institución museal, que involucraba ya las nociones de patrimonio total o integral, participación comunitaria, desarrollo local y territorio fue una elaboración mucho más compleja y proveniente de un trabajo posterior, en el cual Europa, Canadá y Latinoamérica fueron plasmando en ella un sello particular (Chagas 2007: 33).
El antropólogo Raúl Méndez Lugo, pionero de los museos comunitarios en el estado de Nayarit, resume los planteamientos de la nueva museología en tres acciones básicas: democratizar, descentralizar y ciudadanizar “las decisiones y acciones para investigar, conservar, promover y difundir el patrimonio natural y cultural de los pueblos y de las naciones, frente a los intentos de enajenación, destrucción y comercialización de dicho patrimonio” (Méndez Lugo 2007: 269); en consecuencia, este movimiento se proponía como una opción viable para la defensa de los patrimonios locales y su dignificación. Este enfoque de la nueva museología, como una corriente empleada para proteger un patrimonio en riesgo, es característico de América Latina, cuyas problemáticas patrimoniales, culturales, políticas y sociales permearon dicha corriente y permitieron que de ella nacieran --al menos de manera incipiente-- vertientes como la museología participativa y la comunitaria.
Cuestionamiento, provocación, ruptura, nuevo enfoque, muchos son los adjetivos sugeridos para esta corriente. Sin embargo, cualquiera que sea el punto desde el cual se la mire, la gran riqueza de la nueva museología consistió en poner en duda una institución (museo) que hasta ese momento había sido impermeable a las críticas. De esta manera, dicho movimiento permitió concebir el museo como un proyecto inacabado que carecía, hasta entonces, de su componente más importante: la comunidad.
Una vez puesto al museo en el terreno de la duda, todo en dicha institución fue susceptible de cuestionarse: sus funciones, metodologías, enfoques y, por supuesto, su propia definición. Tales cuestionamientos se tradujeron en re-definiciones en toda la estructura museal; y si bien éstas hoy en día no son aplicadas en la mayoría de museos, lograron trastocar algo en el museo, derrumbando su aparente perfección. A partir de allí se generó una consciencia interna de vacío, carencia, una consciencia de que algo no se estaba haciendo bien.
De este modo, la nueva museología obligó a la gran mayoría de museos a crear departamentos de públicos, de comunicación o educativos, entre otros mecanismos que les permitiera --al menos-- intentar cumplir con las nuevas preocupaciones museales. Pese a estas “modificaciones”, la mayoría de museos se aseguraron de no trastocar la estructura tradicional sobre la cual construían y definían su existencia.
Una vez re-definido el museo como concepto, sus componentes estructurales, sus límites e incluso su estatus, los conceptos y características que manejaba de manera interna, también cambiaron. De un museo estático y cerrado se propuso un museo dinámico, abierto y flexible; de una institución autoritaria se proponía el paso a una institución que posibilitara la democracia cultural; del discurso y gestión de puertas para adentro se buscaba el diálogo con el público, cuya definición y estatus también cambiaba de pasivo-receptor a activo-protagonista; de la especialización se proponía dar el salto a la interdisciplinariedad, factor a través del cual la institución museal aseguraba contar con diversas miradas para aprehender la realidad de manera integral y llevar a cabo diversas acciones consecuentes con ella.
Esta corriente proponía despojar al objeto de su sacralidad, de aquella “pátina de insustituibilidad, su condición de axialidad” (Veillard 1985: 192). El objeto cambió también de estatus. La propuesta del movimiento respecto al objeto no era prescindir de éste, sino más bien cambiar los términos de su valor. Así, cualquier objeto era susceptible de estar en un museo mientras fuese contenedor de un discurso, un valor inmaterial o una narración que facilitara una interpretación del mundo y de lo que en él ocurría. Objetos entendidos ahora como acciones museales colectivas en constante cambio. Si estas instituciones realmente deseaban este acercamiento, debían elaborar discursos y narrativas que despertaran el interés y participación de la comunidad. Para ello el museo se veía obligado a trasladar su preocupación a la mirada, y ya no al objeto mirado.
El objeto se re-define para concebirse como un contenedor de múltiples significados asociados con lo inmaterial, para ser esa materia donde se plasma un imaginario. Esta propuesta proponía e implicaba, de uno u otro modo, que las colecciones y aquello que era “museable” se ampliaran de manera significativa. Se trataba de aceptar que cualquier objeto, cualquier tradición, leyenda, historia, fuera susceptible de convertirse en un referente emblemático, en objeto patrimonial, en objeto museal (Díaz Balerdi 2002).
Al re-definirse el concepto de museo también se re-definían sus funciones. El museo ya no es un fin, es herramienta, proceso y acción. En términos generales, para la nueva museología el museo tiene como función ser un medio para que la comunidad participe y genere sus propios procesos de identificación, apropiación, conservación, investigación, significación de sus bienes patrimoniales, sean éstos materiales e inmateriales y con límites mucho más amplios que el objeto y la tradicional vitrina.
La Mesa Redonda de Santiago es uno de los documentos que atiende con mayor claridad y énfasis las funciones que la nueva museología señala. Dicho documento deja claro que “el museo integral está destinado a dar a la comunidad una visión integral de su medio ambiente natural y cultural” (Mesa Redonda de Santiago de Chile 1972: 4). La anterior afirmación, sumada a las demás páginas del documento, deja claro que la función básica del museo es ubicar al público (comunidad) dentro de su mundo para que pueda tomar consciencia de sus problemáticas como individuo y como colectivo, y así generar posibles soluciones al respecto. La mayor parte de documentos coinciden con esta perspectiva.
La nueva museología se manifestó con bastante fuerza en Canadá, Francia, Estados Unidos y México. Los dos primeros, y algunos otros países europeos, lograron concretar estos planteamientos en los llamados ecomuseos; Estados Unidos hizo lo propio con los museos vecinales o de barrio; y en Latinoamérica, principalmente en México, se desarrolló el concepto de museos comunitarios.
Así, en consonancia con esta definición, el museo comunitario nace y se concibe como un instrumento educativo y cultural “de y para la comunidad”, el cual, por la intervención misma de la comunidad organizada, debe responder a sus necesidades e intereses. Estos museos se sustentan en la posibilidad de vincular directamente a una comunidad con su patrimonio y son gestionados por el mismo grupo, mediante un proceso colectivo de reflexión necesario para la creación del museo.
Las décadas de 1970 y 1980 fueron testigo del inicio y desarrollo de los museos comunitarios en México. Este modelo museal encontró en el país una serie de coincidencias políticas, culturales, sociales y museológicas que entonces constituyeron un terreno sumamente fértil para su creación y rápida proliferación.
Respecto al sector de la cultura, el sexenio de Miguel de la Madrid impuso cambios que incluyeron las modificaciones al marco jurídico del INAH, dentro del cual operan los museos a cargo del Estado. Al iniciar el gobierno de Carlos Salinas se creó el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), que respondía a la necesidad de integrar las acciones para la cultura en un sólo rubro que brindara coherencia a la política pública cultural y llevara a cabo cuatro tareas principales: investigación de la cultura, formación de profesionales, conservación del patrimonio cultural y divulgación del mismo (Alsmann 2014).
Con el objetivo de cumplir la cuarta tarea se implementó el Programa Nacional de Museos, a cargo de la recién creada Coordinación Nacional de Museos y Exposiciones del INAH. En consecuencia, durante el gobierno de Carlos Salinas se desarrollaron políticas que propendían a la regionalización y homogeneización de los museos, y se apoyó la creación de museos escolares y locales. En ese periodo también se consolidó el Programa de Museos Comunitarios y ecomuseos (Luna 1998). Por otro lado, el Conaculta buscaba alentar a diversos grupos sociales para que asumieran la responsabilidad de preservar el patrimonio cultural apoyando proyectos en el ámbito de las culturas municipales y comunitarias.
Al respecto, Luna afirma que tales iniciativas constituían estrategias estatales para resolver ciertos vacíos:
Esta tentativa explícita de ampliar los cauces de participación de terceros en cuestiones de manejo del patrimonio cultural, encerraba más bien una política cultural ―vergonzante― del neoliberalismo: cuando es obvio que el Estado ya no puede sostener sus museos, no puede pagar el mantenimiento y no tiene suficientes recursos humanos, actúa como lo ha hecho en otras áreas: sacar al mercado a los museos o dar entrada a la iniciativa privada para su manejo (Luna 1998:43).
Así, a nivel político existía una necesidad para la cual coincide, al menos en apariencia, un modelo de museo que se abría paso con fuerza, respaldado además por los planteamientos de la nueva museología. El eslabón que permitió el engranaje de lo político y lo museológico se encontraba a nivel institucional: a partir de 1939 el INAH es la dependencia del gobierno federal directamente encargada de investigar, conservar y difundir el vasto patrimonio cultural del país.
Así, de manera paulatina, se da origen a la llamada nueva museología mexicana, que nace de la incorporación al campo museológico de nociones como subalternidad y pluralidad. Al mismo tiempo ese nacimiento estaba sustentado en un respaldo político y estatal, en la medida en que la nueva museología aportara soluciones ideales al manejo y control de un patrimonio nacional que se desbordaba.
Previo al desarrollo de los museos comunitarios, el INAH había tenido ya dos experiencias comunitarias: la Casa del Museo y el Programa de Museos Escolares. Según el antropólogo Méndez Lugo (2008), estas dos experiencias fueron replanteadas a través de una nueva estructura administrativa, que dio origen al Departamento de Servicios Educativos, Museos Escolares y Comunitarios (Desemec) y a su adjunto Programa para el Desarrollo de la Función Educativa de los Museos (Prodefem). Este último fue creado por la dirección general del INAH en 1983 y tenía como propósito promover la creación de museos comunitarios mediante convenios con la Secretaría de Educación Pública; para su coordinación fue elegida la pedagoga Miriam Arroyo Quan, quien trabajó con un equipo interdisciplinario de antropólogos, historiadores, sicólogos, comunicólogos, arquitectos, pedagogos, profesores de educación primaria, museógrafos y biólogos.
Por primera vez en el ámbito de la museología mexicana, este equipo definió el concepto de museo comunitario como “aquel que desde sus inicios, y mediante la participación activa de la población, cumple con la función de servir a la comunidad, puesto que las temáticas que desarrolla están siempre ligadas a los intereses y necesidades de la misma” (Desemec 1984: 233). Más adelante, el documento continúa: “el museo es un instrumento que impulsa la identidad y conciencia nacional, porque constata e inspira el respeto a las diferencias regionales siempre atento a la unidad nacional” (Desemec 1984:232). Lo anterior se reforzaba al indicar que los mensajes transmitidos por este medio debían contribuir a la comprensión de la identidad nacional.
Así, es claro que si bien el Programa estuvo abierto durante su existencia a diversas manifestaciones culturales, siempre mantuvo su carácter nacionalista; lo anterior se corroboraba en lo afirmado por Sepúlveda, quien citaba a Gerard Baumann (2001: 123-126) para señalar que esas delimitaciones corresponden a “las rebajas y la letra pequeña” del multiculturalismo promulgado desde el Estado-nación, que “sólo quiere ver la diversidad cultural dentro del marco de la identidad nacional”; es decir, en última instancia “todos deben aceptar los valores fundamentales sobre los que se basan las ideologías nacionales”.
Como objetivo general, el Prodefem buscaba impulsar la creación de museos y su autogestión como una alternativa que contemplaba la participación activa de la población en el rescate y conservación de patrimonio cultural. Para ello el Programa proponía la capacitación de los llamados “promotores”, que en su mayoría fueron maestros de escuelas primarias cuya misión consistía en sensibilizar a la población, concientizarla y organizarla en grupos que posteriormente pudieran participar en la formación de un museo comunitario.
En general, el programa de museos comunitarios llevado a cabo por el INAH entre 1983 y 1991, el periodo más fértil en la proliferación de estos museos, actuó sobre la base de la promoción social. Desde ahí, el argumento del INAH se centraba en que si bien las comunidades podrían responsabilizarse por el patrimonio cultural, esto sólo era posible si se partía de la promoción de un agente externo o promotor. Así, los promotores o agentes cumplían un papel indispensable al ser quienes realizaban diagnósticos para determinar dónde debía ubicarse el museo, organizaban actividades culturales e intentaban convencer a los miembros de la comunidad de la importancia del proyecto. En algunas ocasiones, cuando pasaban unos meses y la comunidad no mostraba interés por la iniciativa, los promotores diagnosticaban a la comunidad como “inadecuada” y solicitaban su transferencia a otra, donde se repetía el mismo proceso (Camarena y Morales 2003: 208).
En Oaxaca, los antropólogos Cuauhtémoc Camarena y Teresa Morales, investigadores del Centro INAH estatal, impulsaron los museos comunitarios tomando como apoyo el sistema de gobierno local de cargos civiles-religiosos. Esta base permitió obtener muy buenos resultados no sólo en cuanto a la organización para la creación de los museos, sino también en su continuidad, desarrollo y permanencia.
Esta vertiente es un caso bastante especial, ya que los museos comunitarios oaxaqueños constituyen las experiencias más exitosas del país. Es ahí donde existen más museos de ese tipo, mismos que han sido ampliamente estudiados por investigadores nacionales y del extranjero. Tales museos no sólo han funcionado de manera permanente desde su creación, sino que buena cantidad de ellos están en continuo avance y crecimiento. Hoy en día su quehacer se ha extendido a escala mundial, y para lograr sus objetivos se han constituido redes de museos que aprovechan las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información.
Camarena y Morales sostienen que esos museos deben gran parte de su éxito a que el sistema tradicional de gobierno local los ha tomado como parte de sus labores. En efecto, en los museos creados en comunidades zapotecas, mixtecas, chocholtecas y chinantecas la Asamblea del Pueblo discute la creación y operación del museo y nombra un comité para dirigirlo (Camarena y Morales 2003: 215). Los miembros de dicho comité tienen como función mantener en buenas condiciones el museo al menos durante un año, hasta el siguiente cambio de comité.
Al revisar la bibliografía existente sobre los museos comunitarios mexicanos se obtiene un gran número de definiciones institucionales que distintos miembros del INAH, pioneros del movimiento o lo suficientemente involucrados en su práctica, han elaborado e incluso reelaborado con el tiempo.
A partir de los postulados de la Declaración de Quebec en 1984 (MINOM 1984), se trazan por primera vez algunas premisas de lo que debería ser el museo comunitario en México. Es así como se determina que el museo debe ser una institución eminentemente educativa, un producto de la creación cultural de la comunidad organizada cuya iniciativa para su creación nace de y para la comunidad; que su propuesta educativa debe responder a las necesidades, intereses y derechos de su comunidad, aprovechando al máximo sus recursos; que es la comunidad organizada quien dirige y administra el museo; que sus objetivos son la investigación, protección, conservación, restauración, difusión y puesta en valor del patrimonio natural y cultural de la comunidad a que pertenece; que debe tener como misión "concientizar conciencias" desde el punto de vista de la educación popular, a partir de un proceso integral de reflexión e investigación participativa; que debe contribuir en los procesos de transformación y mejoramiento social para la dignificación de la historia y la cultura de los pueblos; que debe ser parte integral del desarrollo sustentable de la sociedad; que constituye una relación dialéctica entre territorio, patrimonio y comunidad; que representa un campo experimental de permanente innovación en materia de conservación y exhibición del patrimonio cultural comunitario; que debe mantener por siempre su condición de "no lucrativa", al servicio del desarrollo material y espiritual de los pueblos; que el museo comunitario debe ser parte fundamental de las políticas educativas, culturales, artísticas, económicas y ambientales con apertura amplia a los distintos sectores de la sociedad. (Mendez Lugo 2008).
En un estudio posterior, Camarena y Morales (2004: 32) señalan:
Al ser un instrumento para generar conciencia, el museo comunitario es necesariamente un instrumento para convocar a la acción. Es un espacio de organización donde la reflexión sobre la historia desemboca en iniciativas para intervenir en esa historia y transformarla. Surgen proyectos para fortalecer la cultura tradicional, para desarrollar nuevas formas de expresión, para impulsar la valorización del arte popular, para generar turismo controlado por la comunidad […] El museo comunitario es un proceso, más que un producto. Combina e integra procesos complejos de constitución del sujeto colectivo de la comunidad, a través de la reflexión, autoconocimiento y creatividad; procesos de fortalecimiento de la identidad, a través de legitimar las historias y valores propios; procesos de mejoramiento de la calidad de vida, al desarrollar múltiples proyectos a futuro; y procesos de construcción de fuerzas a través de la creación de redes con comunidades afines.
Dos años más tarde, en 2006, los mismos autores definen esos museos como un proceso de auto-interpretación, a través del cual las comunidades y los pueblos representan su vida como testigos y autores de su propia historia (Camarena & Morales, 2006).
Una visión más reciente, y externa al INAH, es la planteada por la antropóloga venezolana Gisela Reyes, quien define el museo comunitario como un espacio dialógico, es decir, un espacio que hace posible una relación horizontal entre diferentes sectores de la comunidad, capaz de contribuir a la construcción del ser de cada individuo participante. Tal posición es tomada de las teorías de Paulo Freire, las cuales permiten a la autora resaltar los museos comunitarios como herramientas que permiten reconocer las diversas identidades, valorar la pluralidad y cuestionar e ir más allá del patrón homogeneizador de la excluyente identidad nacional (Reyes Venegas 2009).
La antropóloga trabaja alrededor del término museología comunitaria, entendido como como una corriente que permite asumir de manera eficaz una noción del concepto de ciudadanías ―en plural― y reivindicar las diferencias de las prácticas sociales y culturales. Así, los museos comunitarios son entendidos no como fin sino como herramientas de comunicación que hacen posible un escenario donde otras ciudadanías tienen la oportunidad de existir. El museo comunitario es aquí una caja de resonancia para la pluralidad y una herramienta política de visibilidad para cuestionar las posiciones homogeneizadoras nacionales que intentan constituirse como identidad única en detrimento de las demás. Aquí la exposición permanente, la colección o el espacio pasan a segundo plano, lo cual da preeminencia al proceso como valor, tecnología social y escenario público de las comunidades.
Las publicaciones respecto a los fundamentos teóricos de estos museos son abundantes; sin embargo, preocupa la escasa documentación en torno a las formas y métodos seguidos en los diferentes estados y comunidades del país para la creación de esos museos. El único texto disponible en ese sentido es el Manual para la creación y desarrollo de museos comunitarios (Morales y Camarena 2009). Lo anterior no sólo limita a la museología mexicana como campo de conocimiento, sino que hace pensar en la posible aplicación de un manual, unos pasos a seguir, para la creación de museos comunitarios. Tal consideración ha implicado la generación de mensajes contradictorios y la aplicación de metodologías inadecuadas que han llevado a diversos museos a representar, desde el principio, iniciativas inútiles y poco viables para la comunidad.
Así, a nivel metodológico, el museo comunitario en México tiene todavía un mundo de posibilidades que pueden mejorarse y consolidarse, en la medida en que se trata de un fenómeno todavía muy reciente e inexplorado. Éste ha sido, es y seguirá siendo un campo de debate y controversia, donde la comunidad aún tiene mucho por mostrar, plasmar y decidir.
Además de un marco teórico sólido y riguroso, apoyado en su mayor parte por la nueva museología, los museos comunitarios requieren de un sistema metodológico que garantice cumplir con los objetivos considerados en los planes de trabajo. Así, los vacíos metodológicos aquí contemplados, han sido resultado del análisis de bibliografía, entrevistas y trabajo en campo. Tales vacíos nos hablan de posibles fallas en los procedimientos instaurados para la creación y desarrollo de los museos comunitarios en diferentes partes del país.
Es de suma importancia desarrollar este tema, ya que si bien México se destaca por el desarrollo de la museología comunitaria, una cantidad importante de los museos comunitarios abiertos entre 1980 y 1990 ha cerrado sus puertas; de 55 museos existentes en 1988 en cinco estados de la República, para 2003 quedaban solamente 16 en dos estados (Camarena y Morales, 2003).
Pese a que hoy en día no existe un cálculo exacto de cuántos museos comunitarios permanecen cerrados, o en definitiva ya no existen, se sabe que la situación no ha mejorado. La Organización de Museos Comunitarios presenta en su página una larga lista de experiencias que ya no existen o que incluso nunca existieron, es decir, iniciativas que nunca se concretaron en la experiencia práctica. Más allá de los museos que han cerrado, existen otros que, si bien están habilitados, se encuentran en las comunidades en situación de abandono y que constituyen espacios inútiles, sin significado alguno, y en lugar de traer beneficios tienden a provocar gastos y preocupaciones.
Algunos especialistas consideran que la gran falla de los museos radica en su origen, pues muchos de ellos han sido diseñados en oficinas, sin tomar en cuenta las especificidades de la comunidad donde habrían de insertarse (Hoobler, 2006) y asumiendo a las comunidades como simples receptoras de los programas. Quizá esta fue una de las razones por las que el Profedem no alcanzó algunos de sus objetivos iniciales, sobre todo los que hacían referencia a la autogestión comunitaria, la sensibilización para la participación comunitaria o el autofinanciamiento. Estos objetivos resultaron “utópicos”, según la opinión de la misma Miriam Arroyo (Desemec, 1989).
Así mismo, el programa encontró muchas dificultades para consolidar los procesos grupales; según el punto de vista de autoridades educativas, regionales y locales, el proceso de selección de promotores fue visto como una imposición, lo cual pudo haber generado rechazo.
Lo cierto es que la (1983-1988) da cuenta de una evidente crisis en el modelo implementado por el Desemec. Los cuatro niveles que debían entenderse: la coordinación central, las coordinaciones estatales o zonales, los promotores y las comunidades, presentaban muchas distancias e incomprensiones. La propuesta se manifestó incongruente con el sentido “autogestivo” y “descentralizado” que enunciaba el Programa y prontamente se vio afectada por dificultades de implementación. (Sepúlveda, 2011: 82).
El trabajo en campo arrojó otro tipo de experiencias en las que si bien la iniciativa se encontraba en manos de la “comunidad”, ésta se reducía a dos personas, quienes decidieron el qué, el cómo y el dónde del museo, así como su discurso, narraciones y propuesta museográfica, con participación pasiva o nula del resto de la comunidad y sin procesos de consulta real. Esas dos personas ejercieron el papel de minoría al disponer de los recursos económicos, académicos y profesionales para contactar directamente al INAH, así como para llevar a cabo las gestiones y establecer contactos que les permitieron sustentar su autoridad respecto a la creación y puesta en marcha del museo comunitario. Este control del proceso museal por parte de una familia o de un grupo reducido, corre el riesgo de fomentar la reproducción de “modelos autoritarios, egocéntricos, excluyentes y antidemocráticos” (Chagas 2007: 37), que distinguen claramente a los museos tradicionales.
Otra de las principales falencias halladas en estos museos es la figura del promotor: se supone que es la encargada de activar la consciencia de la comunidad, lo cual contradice los enunciados discursivos que sustentan la teoría del museo comunitario, cuando en realidad los procesos, decisiones y reflexiones al final quedan en manos de alguien externo a la comunidad, siendo además instauradas a partir de acciones verticales de una autoridad central.
En este mismo sentido, Duarte (2011) identificó en la práctica tres grandes núcleos que impiden el desempeño óptimo de las labores que el museo comunitario debe desarrollar: la ausencia de relevo generacional y participación de género; la centralización de la información y la rutinización de liderazgos. Esto se encuentra ligado con el contexto actual de las comunidades, su situación económica y el fenómeno migratorio que experimenta gran parte de su población, lo cual impide a los miembros de la comunidad contraer un compromiso a largo plazo con el museo y sus actividades. Hoy en día muchos de estos museos presentan una baja o nula actividad al no contar con personas que puedan cumplir con las labores de apertura diaria del museo, ni con tiempo e interés suficiente para mantener una dinámica de apropiación del mismo, de manera que permita el acercamiento y el compromiso de la comunidad.
Otro vacío importante se refiere al hecho que los museos comunitarios en México son fruto de un esfuerzo conjunto, mas no igualitario, entre academia y comunidad (Burón 2012). En efecto, estos museos constituyen un espacio de encuentros coloniales, es decir, un espacio en el cual pueblos geográfica e históricamente separados entran en contacto y establecen relaciones que, por lo general, incluyen condiciones de coerción, desigualdad y conflicto.
Por otro lado, los sujetos ajenos a esta comunidad (académicos) son integrantes de instituciones oficiales como el INAH, y en esa medida suelen tener una visión determinada de la cultura; además, en términos identitarios son quienes intervienen para orientar la forma en que ese patrimonio cultural y esa identidad deben ser representados dentro del museo. Sin duda, por medio de este complejo proceso también se representa, implícita o explícitamente, la identidad de los otros. Esto constituye, para Burón, una de las paradojas existentes en el fenómeno de los museos comunitarios, los cuales nacen legitimándose contra las instituciones culturales, pero están decisivamente apoyados e intervenidos por ellas.
Por lo anterior, el resultado final de este proceso es que los significados presentes en los museos pueden resultar efectivas “cajas de resonancia” (Duarte, 2011). Esto se refleja en la manera misma de concebir el museo, en las cédulas, en los objetos allí exhibidos, en las temáticas nacionalistas, en el discurso.
Al respecto, Lily González realizó un análisis semiótico-discursivo en dos museos comunitarios de Oxaca, en los que mostraba el hecho de que esta disputa no conoce empate, y que la existencia de un ganador y un perdedor se hacen evidente en la exposición museográfica. González concluye que en esos museos hay una autocensura de los acontecimientos y narraciones populares, con ello se privilegian saberes y discursos científicos a excepción de escasas emancipaciones (Gonzalez Cirimele 2008). Lo anterior conduce, de modo, inevitable, a relegar narraciones y saberes propios de la comunidad.
La descontextualización de los objetos constituye otro vacío metodológico que afecta el proceso de autonomía comunitaria. Musealizar, en términos generales y como se conoce comúnmente, es sinónimo de descontextualizar; es decir, sacar un objeto de su contexto para hacer posible que dicho objeto establezca una relación diferente con quienes lo miran. Una vez descontextualizado, el objeto ingresa al plano de la sacralidad, del culto y, por tanto, al círculo del “no tocar”. Este vacío contextual es una característica propia de los museos tradicionales, aplicada de manera rigurosa en los museos comunitarios. El proceso de solicitar donación de objetos a la comunidad para ponerlos en un museo, o el de retirar los hallazgos arqueológicos de su ubicación inicial para ponerlos en una vitrina, son acciones cuya consecuencia puede ser tanto positiva como negativa. En el primer caso la comunidad ve en sus bienes cotidianos o propios objetos valiosos dignos de ser investigados, explorados, conservados, encontrando en dichas actividades nuevos significados del bien. En el segundo caso el vínculo natural con el objeto se altera, se impone distancia, el vidrio que separa al bien material de la comunidad aísla al objeto de todo significado. Esto ocurre, sobre todo, en los casos en que una vez ubicado el objeto en la vitrina, el único significado posible es el otorgado por el especialista.
Más allá de la descontextualización, Manuel Burón afirma que el fenómeno del museo comunitario en México está lleno de paradojas, las múltiples semejanzas que existen entre los museos comunitarios y los museos tradicionales es una de las principales. Según Balerdi (2002: 494), “el mito del nuevo museo, proclamado una y otra vez [llámese comunitario, público o privado], es uno de los equívocos más persistentes en el universo del patrimonio y la cultura”.
Al respecto, los asesores del Programa de Espacios Comunitarios del INAH confirman que "la homogeneización, la legitimación política, las conmemoraciones simbólicas, la omnipresente adscripción a una incontestable ancestralidad, la mistificación del pasado indígena, la sacralización de la arqueología, todo puede ser reproducido [y ha sido] a escala comunitaria” (Ávila Meléndez et al., 2014).
A nivel museográfico, tales recintos constituyen una oportunidad para innovar y crear nuevos modelos expositivos en los que podrían emplearse materiales propios de la región, posibilitando un proceso en el cual la comunidad pueda adecuar el espacio, contribuir con el diseño del mobiliario y tomar decisiones según sus posibilidades y gustos. Sin embargo, lo anterior pocas veces ocurre, pues en ese nivel la constante es encontrar reproducciones idénticas de museografías propias de los museos tradicionales, donde las vitrinas, distribución temática, cedulario y demás elementos corresponden a una suerte de imitación a menor escala. Algunos autores argumentan que es tal la magnitud de esta influencia institucional, que en la mayoría de ocasiones la impronta institucional es mucho más evidente que el sello de la propia comunidad.
Así, los museos comunitarios tienden a ser pequeñas y, en muchos casos, mal logradas réplicas no sólo de una museología tradicional, sino de una museología tradicional mexicana que ha imperado durante décadas. Este enfoque homogeneizador de la museología tradicional no sólo es inútil, sino que además resulta nocivo al impedir a la comunidad involucrada la búsqueda, exploración y encuentro con valores patrimoniales locales reemplazándolos por conceptos evidentes, ya sabidos de memoria. Aquí las búsquedas propias son desplazadas por réplicas ajenas que, en lugar de acercarlos, los distancia y extravía de su propia identidad.
En este punto la pregunta es ¿realmente las comunidades mexicanas requieren de nuestro concepto de museo? Ésta es una pregunta clave y difícil de responder. Según el antropólogo Méndez Lugo, todas las comunidades son susceptibles de requerir, crear y contar con un museo comunitario, esto recibe el nombre de “factibilidad natural para el nacimiento y desarrollo de los museos comunitarios” (Mendez Lugo 2008: 17).
Más allá de si las comunidades requieren este concepto o no, llama la atención la fuerza generalizada que parece tener la figura del museo, como la preferida entre otras que, quizá de manera más sencilla, pueden cumplir con la labor de custodiar los bienes culturales arqueológicos e históricos. Así, tal parece que centros culturales, depósitos, custodia por familia fueron otras tantas posibilidades desechadas ante la idea de museo comunitario.
México cuenta con una fuerte cultura de museos, y ello hace que instituciones y comunidades soporten gran parte de su labor cultural y patrimonial dentro de tales recintos. Al parecer “la palabra 'museo' es tan sólida en el imaginario de las diversas poblaciones que, de manera consciente o inconsciente, buscan la reproducción del museo tradicional en su comunidad” (Avila Melendez et al., 2014: 6). Sin embargo, la creación de un museo, aun con todas las ventajas que se le reconocen, en muchas ocasiones se convierte en una figura demasiado costosa, a todo nivel (tiempo, esfuerzo, dinero), para sus responsables, ya se trate de la comunidad, la región, el Estado o la nación.
En tanto producto de una cultura centrada en el museo como figura “lógica” y evidente para custodiar, preservar y exhibir bienes materiales, existen muchas comunidades que, una vez inaugurado, se ven carentes de herramientas y recursos para mantener su museo comunitario. Al abrir las puertas de su museo tales comunidades se hacen conscientes de los altos costos que implica la tarea. En consecuencia, la iniciativa se convierte, con más frecuencia de la que se quisiera, en una responsabilidad que sobrepasa las posibilidades de la comunidad.
Al margen de si la iniciativa de llevar abrir un museo de tal naturaleza correspondió a la comunidad o bien se impulsó por parte de alguna institución, el museo comunitario constituye un concepto ajeno, transmitido a un colectivo a través de asesorías y talleres y cuyo carácter de imposición le es intrínseco, en tanto su definición, funciones, objetivos y demás no están sujetos a discusión con la comunidad a la que se pretende transmitir el patrimonio.
Esta necesidad de especialistas en el tema da a entender una realidad clara: el museo comunitario es un concepto y una práctica ajena a la comunidad. Al ser ajeno a ella resulta muy difícil que la comunidad disponga del personal, de los recursos y de los conocimientos necesarios para participar de manera igualitaria y hacer posible ese espacio dialógico mencionado por Gisela Reyes. De esta manera, mientras exista un grupo llamado “especialistas” o “asesores institucionales” se torna en verdad difícil que el museo pueda ser realmente un espacio de construcción comunitaria.
Así, el concepto de “factibilidad natural para el nacimiento y desarrollo de los museos comunitarios” puede ser bastante polémico, pues en realidad el concepto de museo, y el ejercicio que éste implica, no es una forma natural de resguardo de objetos valiosos o entrañables para las comunidades indígenas o rurales.
[…] como pueblo, el mapuche no concibe la acumulación de objetos para resguardo, especialmente cuando éstos han pertenecido a sus muertos, visto que estos objetos son parte del ajuar de su viaje a la otra vida. Por otro lado, en la lengua mapuche no existe la palabra museo y, por tanto, tampoco el espíritu que inspira la creación y/o apertura que este tipo de institución tiene en el ámbito occidental, que no son coincidentes con las formas de ver el mundo desde este lado del sol (Paillalef 2007: 185).
Al respecto es importante anotar que cada comunidad cuenta con medios, formas y manifestaciones propias para preservar su historia. En este sentido, la figura del museo podría presentarse como intrusa y desconocida ante tales formas locales. Es posible que el museo --con sus objetos conservados en vitrinas-- resulte una herramienta ajena y extraña en exceso a comunidades que han dejado claro que los objetos arqueológicos exhibidos en sus propios museos estarían mejor si se dejaran reposar donde los “antiguos” decidieron dejarlos, afirmación que evidencia un concepto de conservación muy diferente al concepto erudito desarrollado en el museo: rescatar, consolidar, estudiar, aislar, en definitiva, descontextualizar.
En ese sentido cabe preguntarse si realmente las comunidades necesitan de un agente externo llamado museo para identificar su patrimonio, conservarlo y divulgarlo. ¿Acaso el mercado dominical de cada pueblo no es una forma de conservar su patrimonio practicada y reconocida por las comunidades de manera específica, un espacio donde el patrimonio tangible e intangible está vivo, donde se tejen redes con otras comunidades y se refuerzan los vínculos con el territorio? ¿No lo son también las fiestas del pueblo y las reuniones de tejido cada tarde?
De este modo, es importante tener presente que el museo es tan sólo un modelo de tantos a través de los cuáles es posible investigar, conservar, difundir y transmitir el patrimonio cultural.
La problemática anterior hace pensar en la necesidad de contemplar y reconocer la existencia de un amplio abanico de posibilidades museológicas comunitarias, y que a partir de metodologías y posiciones conceptuales diferentes a las del museo cumplen con una misión de salvaguardar los bienes patrimoniales sin costos tan onerosos para las comunidades. Es de suma importancia, además, documentar las formas de preservación de las propias comunidades, para retomarlas y recurrir a ellas como punto de partida para la creación y aplicación de nuevas estrategias, mismas que fluirán de una manera más sencilla y acorde con las posibilidades de cada colectivo.
En consecuencia, es básico entender que no existen fórmulas generales, susceptibles de ser aplicadas a todas las comunidades o municipios, capaces de garantizar el éxito. La eficacia de una metodología, en este caso, radica justamente en su singularidad, en tomar en cuenta la especificidad de cada comunidad, de sus bienes culturales, su patrimonio, formas de preservación y organización social. Se requiere, además, que ésta sea sumamente flexible, de bajo costo y cuya apropiación total por parte de los interesados sea posible al 100%.
A casi cuatro décadas de su creación, los museos comunitarios continúan describiéndose como una iniciativa novedosa. El carácter novedoso aquí atribuido, más que hacer referencia a un concepto recién creado, se refiere a un concepto o movimiento que rompe con lo tradicional, razón por la cual dichos museos, al menos en teoría, siempre serán novedosos. Sin embargo, la práctica demuestra que la gran mayoría de esos recintos no han logrado superar la tensión entre la tradición y la novedad, y sin duda se mantienen del lado de lo tradicional.
En la práctica, se hace evidente que este conjunto de rasgos y características heredadas marcan un camino rigurosamente trazado para las comunidades, lo cual conforma una estructura rígida que las sujeta a un deber ser de museo específico. Dicho “deber ser” les impide plasmar su singularidad y las formas propias para conservar y transmitir el patrimonio específico de cada comunidad. Así las cosas, y ante la importancia y solemnidad de esta herencia, en ocasiones los colectivos que la reciben se muestran incapaces de modificarla.
Más allá de transmitirles un legado, hay que preguntarse hasta qué punto se tiene establecido un rígido modelo de museo que se hereda con miras a que las comunidades hagan de él una iniciativa exitosa, perdiendo de vista que buena parte de los museos tradicionales no lo son. Aquí se hereda el concepto --y con él se heredan los vacíos, los puntos a corregir y las metodologías ineficaces--. De esta manera, en una primera instancia todo lo que se le cuestione al museo comunitario es susceptible de cuestionarse al museo tradicional en tanto modelo general.
Al analizar el aparente1 fracaso de un museo comunitario, las razones que se obtienen con mayor frecuencia son la falta de recursos materiales y financieros para su funcionamiento, el bajo índice de visitantes, la preocupante estaticidad de éste y la carencia de capacidades y recursos para renovarlo. ¿No son estas razones que un museo tradicional daría con frecuencia para justificar su cierre? Así, resulta evidente que los museos tradicionales y comunitarios comparten dificultades que distan mucho de haber sido resueltas.
Ante esta concepción del museo como herencia, la pérdida más grande es la singularidad de las comunidades. Cada comunidad o colectivo tiene formas específicas de expresar su historia, conservarla y transmitirla. En muchas localidades estas funciones básicas en torno al patrimonio cultural se han realizado durante años, con o sin permiso de una institución, ya sea a través de figuras similares a los museos u otras; pero en cualquier caso corresponden a maneras propias de preservación de la memoria, y en ese sentido constituyen espacios con significación colectiva y prestos al diálogo.
Entonces cabe preguntar ¿cómo es que una comunidad podría llevar a cabo un museo comunitario realmente novedoso?¿Se dan a las comunidades herramientas para ello? ¿Se le brindan conceptos y herramientas para la creación de museos anquilosados en las problemáticas de cualquier otro museo tradicional? ¿Será esta una herencia que las comunidades realmente desean?
Así, no se trata de democratizar el concepto de museo llevándolo a cientos de comunidades; se trata de democratizar el uso del museo como herramienta, pero de forma que las comunidades puedan moldearlo a la medida de sus prácticas, necesidades y beneficios. El reto está en mostrar a las comunidades no sólo que pueden tener un museo, sino que además pueden hacerse cargo de su creación como proceso, y que los especialistas cedan el poder de decisión en ello.
Se trata de dar realmente espacio a formas singulares de apropiación del museo como herramienta de trabajo, sin imposiciones ni autoridades de ninguna índole. Quizá la academia y la institución generan demasiado ruido entre las comunidades, su patrimonio y sus formas intrínsecas de conservarlo y transmitirlo. Quizá -- como afirmó Federico Padilla en su intervención en el 8vo. Foro Académico--2 las comunidades tienen una urgente necesidad de nuestra ausencia.
Así, pues, la pregunta final es si realmente existe --más allá de la mera teoría-- una museología comunitaria en México. ¿Existe acaso una museología que permita asumir la noción de pluralidad y ciudadanías de manera igualitaria, como afirma Gisela Reyes? (Reyes Venegas, 2009) En definitiva, considero que los museos comunitarios se encuentran teóricamente muy bien definidos, estando sustentados en los principios de la nueva museología, la subalternidad, la museología participativa. Sin embargo, su praxis está por completo vinculada a la praxis de los museos tradicionales, y ésta responde a la lógica de quien ha hecho posible la existencia en México de los unos y los otros: el INAH. En este sentido, hay algo que la museología mexicana no ha podido articular y hacer coherente, pasándolo de manera efectiva del papel al campo. Quizá en el tema de los museos comunitarios nos encontramos frente a uno de tantos espejismos teóricos, cuya existencia defendemos a ultranza, sin darnos cuenta de su irrealidad.
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1El término aparente se emplea aquí en la medida que la etiqueta de fracaso de un museo comunitario, por lo general, es determinada desde fuera; es decir, a partir de las mismas características que determinarían el fracaso de un museo tradicional. Es importante reevaluar esto, ya que, un museo comunitario “fracasado” en cuanto a las nociones de lo tradicional puede aportar procesos alternos exitosos para una comunidad, razón por la cual no debería asignársele esta etiqueta.
2El 8vo. Foro Académico de la ENCRyM se llevó a cabo el 24 de abril de 2015 en las instalaciones de la Escuela Nacional de Conservación Restauración y Museología en la Ciudad de México.
Como citar esta colaboración:
Apellido, nombre (año), “Título del artículo”, en Archivo Churubusco, año 1, número 1, disponible en -dirección en internet-, consultado -día, mes, año-.
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