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VOCES DEL PATRIMONIO


La selectividad de la memoria



Ana Karen Vargas López | Restauradora independiente | vargasl.anakaren@gmail.com


Resumen

Partiendo de una reflexión sobre los objetos que llegan a la restauración de un taller particular, se abre en distintos niveles el cuestionamiento acerca de su relevancia. Así, se recorren aspectos que van desde lo individual hasta lo colectivo, de lo particular a lo general, desde su carácter simbólico y material hasta el tipo de huella que dejan, ya sea como memoria, como objetos portadores de información o una combinación de ambos.

Palabras clave

memoria, objeto cotidiano, símbolo, patrimonio cultural, conservación, valor.

¿Cuáles son las cosas que pensamos que deberían conservarse? ¿Cuáles son sus características que parecen relevantes ante la memoria colectiva e individual? No, no vamos a responder del todo estas preguntas. Lo que sí haremos será una breve reflexión que nos encamine a cuestionarnos el sentido de la conservación y de lo que conservamos/restauramos. Que nos ayude a no dar por sentado que nuestra forma de conservar será estática, que los valores que buscamos en una pieza siempre serán los mismos. Conforme nos adentramos en esta disciplina de la conservación, no está de más cuestionarnos constantemente nuestra percepción.

Es bien sabido que el patrimonio cultural está formado por expresiones que dan cuenta de un contexto temporal, geográfico, lleno de creencias que nos permite entender aquél en una doble significación: por una parte, el patrimonio “pasa a mostrarse como acontecimiento”, además de manifestarse “como concreción material del Espíritu de un pueblo o la belleza” (López, 2009: 39).

Materialmente hablando, este “espíritu de los pueblos” se manifiesta, y los objetos que se producen a partir de ello son los que guardan muchos de esos datos contextuales eventualmente útiles y relevantes para comprender una serie de historias tanto individuales como colectivas.

Pero ¿qué historias decidimos conservar y por qué unas son más relevantes que otras? Claro que, como veremos a lo largo de este escrito, esta percepción cambia con el paso del tiempo y de los hechos.

Es así como comenzó esta reflexión sobre la memoria: trabajando en un taller particular, alejado de una institución que sancione ante su público aquello que es digno de conservarse, me encontré con una serie de objetos que nos cuentan historias a partir de sus particularidades y nos ayudan a entender por qué, aunque actualmente su valor material, monetario o de unicidad no sea elevado, no significa que carezca de historias dignas de prevalecer en la memoria.

He mencionado estos valores porque, debo decir, son los que buscábamos y se repetían casi de manera mecánica mientras fui estudiante de la Licenciatura de Restauración para dictar la validez de los objetos que interveníamos y de los procesos que realizábamos. Y, claro, son los valores que como egresados aspiramos a encontrar en un objeto para reconocer su relevancia y, de alguna manera, enorgullecernos de conservarlo.

Esto no implica que sea una valoración incorrecta, pero hay otras cosas que podrían atrapar nuestra atención, además de, por ejemplo, la firma de un autor. Entre los profesionales de la restauración es común el interés por conocer el contexto social, geográfico, político y personal del autor de nuestra pieza favorita, datos que no sólo ésta aporta: podría resultar interesante, adicionalmente, la información contextual que brindan los objetos personales, de ornato o utilitarios de ese creador, como sus utensilios de cocina, su ropa, la tinta de su escritura, etcétera.

Aquello resulta un campo interesante y provechoso para la reflexión del patrimonio y su constante cambio y actualización. Y, así como nos interesan los vestigios de la vida cotidiana del Virreinato o de la época prehispánica, también nos pueden causar interés los rastros que actualmente dejamos como símbolo de nuestra cultura y de nuestra época contemporánea.

Muñoz Viñas (2003: 40) afirma que los objetos de restauración se caracterizan por gozar de la consideración especial de determinados sujetos, que no son necesariamente, ni siquiera mayoritariamente, los restauradores, pues la relación entre todos esos objetos es su carácter simbólico —entendido por Viñas (2004) como un aspecto intangible de la cultura—, y ninguna circunstancia material justifica la preocupación por ellos, puesto que su valor es otro.

Difiero. En muchas ocasiones es el restaurador quien valida el objeto como restaurable; claro, hablo del restaurador que pertenece a una institución, porque el que trabaja de manera independiente se hace cargo de una variedad más grande de objetos. Yo me formé en una institución y, por lo tanto, la variedad de objetos restaurables era distinta de la que se presentó cuando comencé a trabajar por mi cuenta.

Me gustaría compartir un caso que ejemplifica a la perfección lo que trato de manifestar. Se trata de los Niños Dios. Gran parte de las familias mexicanas tenemos uno, o más de uno. La tradición es, de manera general, seguir una serie de episodios de la liturgia católica, basada en un ciclo calendárico a partir de la festividad del Adviento, la Navidad y la Epifanía, hasta el día de la Candelaria (Perdigón, 2017).

Debo decir que cuando me pidieron restaurar Niños Dios de yeso, lo primero que pensé fue eso: son de yeso. Pensamiento acompañado de la sensación de que el objeto es insuficiente, de un material “barato”, hecho en serie, repetible y reemplazable fácilmente. Lo comparé con un Niño Dios de madera —también comunes hace décadas— que tuve la oportunidad de intervenir al mismo tiempo: ¿cuál era la diferencia? La técnica de manufactura, o lo escasos que son ahora, y la antigüedad, que es una característica —valga la perogrullada— adquirida con el tiempo.1 ¿Pero por qué eso me hacía darle menos “valor” a los actuales?

Evidentemente tenía que ver su materialidad, porque no es lo mismo comprar medio kilogramo de yeso que un bloque de madera de cedro. Por otra parte, la técnica de manufactura difería en el hecho de que estaban hechos por moldeo, semiindustrialmente, y aunque quien los hace sí posee experiencia y destreza manual para que el proceso de manufactura sea bien logrado, no necesitaban para realizarla del tipo de maestría artesanal que se admira en algunos artistas “clásicos” o tradicionales, cualidad que se percibe más meritoria.


Figura 1. Figuras de yeso del Niño Dios, antes de ser pintadas, en un puesto del mercado anual que se despliega en las calles de Jesús María y Manzanares, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
(Alejandro Linares Garcia, CC BY-SA 4.0, vía Wikimedia Commons).


Pero entonces, ¿éstas son las cualidades que deberían tener los Niños Dios que llegan por una restauración para que sean dignos de ella? No. ¿Estas cualidades son las únicas que aportan algo? No. ¿Son lo único que merece ser conservado? No.

Confieso que durante mi formación como restauradora se fue grabando en mí esa busca de cualidades materiales y de ejecución técnica, a diferencia, quizá, del arte contemporáneo. Aunque pudiera tratarse de objetos hechos no con destreza manual ni con materiales duraderos, sí tenían algo diferente, se los validaba como arte, y eso los hacía estar “fuera de lo común”, de modo que otra cualidad que buscaba era la de la excepcionalidad.

Luego entonces, ¿qué pasa con lo común, con lo cotidiano, lo que no es arte, lo que no es extraordinario, que carece de los valores “importantes” que como restauradores/conservadores estamos predispuestos a buscar? Un Niño Dios actual de yeso o de alguna resina sintética puede ser objeto devocional, pero no es extraordinario por sí mismo. Sin embargo, ¿por qué ahora podría considerar que, junto a un Niño Dios de madera del siglo XVII, eso no le resta valor ni importancia? Me parece que hay que permitirse ver que no sólo se trata de conservar lo material o lo poco común. Creo que en determinado momento algunos de nosotros dejamos de lado que lo que intentamos es conservar algo muy importante y más allá de aquellas cualidades o valores que mencioné: la memoria.

Müller, citado por Muñoz Viñas (2003: 45-46) dice que “lo que convierte en ‘cultural’ a un objeto determinado [...] es su significado en la sociedad”. También pregunta cuáles son en la sociedad las funciones que deberían considerarse legítimas y suficientes para justificar una protección especial. Responde que los objetos culturales tienen el efecto de “generación de identidad” (como los Niño Dios en México), aunque afirma que algunos son “más generadores de identidad” para algunos que para otros, mientras que Muñoz Viñas (2003: 47) destaca que no se trata de generar identidades, sino de simbolizar las preexistentes.

Así, podemos concluir que tienen una función comunicativa. En este caso los objetos actuales (en el ejemplo serían los Niños Dios contemporáneos) serían el puente para comunicar las identidades que ya existen, pero, claro, requieren el reconocimiento de la sociedad como sus representantes. Es ahí cuando elegimos si conservarlos o restaurarlos.

Por lo general se nos enseña a buscar o atribuir valores destacables en una pieza, pero siempre se hace volviendo a ver el pasado. En mi experiencia, lo histórico es el valor que buscamos más frecuentemente. Como sostiene Schinzel en palabras de Santabárbara (2014: 8):

en cuanto al envejecimiento de la obra, […] cuanto más cercana está la obra a nosotros, tanto más reproductible será, por lo que debería conservarse la idea.2 De este modo aprueba la posibilidad de la reproducción de la obra,3 algo totalmente contrario a lo que sostenía Cesare Brandi,4 puesto que según él en la reproducción de la obra se perdería la instancia histórica.

Cuando conservamos el pasado para que prevalezca en la posteridad, desechamos lo presente, evitamos centrarnos en ello, tal vez porque lo estamos viviendo y nos parece obvio, incluso mundano o poco relevante quizá.

Pezet con su “fetichismo material” y Stovel con “la reverencia hacia el objeto como el único transmisor legítimo del valor patrimonial”, citados por Muñoz Viñas (2003: 73), hablan de que si el objeto carece de valor simbólico “relevante” y lo importante es la información que contiene, entonces el objeto en sí es sacrificable, en tanto se conserve su información.

Sin embargo, para conservar y extraer esa información (la registrada intencionadamente y la que no es tan obvia en primera instancia) habría que conservar el objeto en sí, por razón de que “no se puede separar la información de su soporte real”. Muñoz Viñas (2003: 72-75) habla de que si cualquier objeto contiene información, incluso aunque no se pueda obtener hoy, se podría entender como “conservación informacional”, haciendo la distinción con la conservación y la restauración tradicional (entendida esta última como la enfocada en los objetos). Me parece que, en distintos niveles, ambas son de nuestra competencia.

En algún momento olvidé cuestionarme de qué me habla un objeto como éste, un Niño Dios contemporáneo. Fui a buscar pestañas para reemplazar las que tenían algunos de ellos y al caminar por la calle de Talavera, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, y ver a los Niños Dios exhibidos con vestimentas de todo tipo (doctor, taquero, bombero, futbolista, entre muchos otros; algunos acreditados por el clero y otros no), pensé ¿en qué ha devenido el culto por ellos?, ¿por qué todos tienen cendal y no se les ven los genitales?


Figura 2. Niños Dios exhibidos en la calle de Talavera, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
(Chunchitas0, CC BY-SA 3.0, vía Wikimedia Commons. Imagen ajustada para publicarse en Archivo Churubusco).


¿En qué momento el molde del Niño Dios se volvió ése, en esa posición, con perizoma (paño de pureza), pestañas y “ricamente ataviado”? ¿Cuándo se mezclaron la devoción, la tradición y la moda dentro del culto al Niño Jesús?, ¿por qué son más comunes los de yeso actualmente?, ¿es por su accesibilidad económica?, ¿hay otra razón?, ¿eso no nos habla también del tipo de sociedad a la que pertenecen?, ¿refiere lo ferviente de esta creencia en muchos de los estratos económicos y sociales en México, que pertenecen a una época en que ciertos concilios han determinado su correcta representación?


Figura 3. Niños Dios exhibidos en el mercado ambulante en las calles de Jesús María y Manzanares, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
(Alejandro Linares Garcia, CC BY-SA 4.0, vía Wikimedia Commons).


El fenómeno Niño Dios es una costumbre arraigada fuertemente en la cultura popular mexicana, y es el ejemplo perfecto de lo que se puede aportar al conocimiento de los objetos de culto, pues a sus representaciones las rodean una identidad y una ideología complejas. Cabe la reflexión desde perspectivas como la teológica o de las ciencias sociales, por ejemplo, ya que está involucrada una serie de personajes, desde sacerdotes y usuarios (quienes los poseen) hasta fabricantes y comerciantes.

Esta cultura que rodea al Niño Dios va más allá del objeto en sí mismo, desde la tradición por el compromiso a vestirlo, la elección de los padrinos y las advocaciones de la que es sujeto. Me gustaría mencionar a manera de contexto que desde la época del Virreinato en la Nueva España a las monjas se les solía entregar como signo de salvación, en custodia o de regalo, la escultura de Jesús infante. De manera que, además de ser “esposas”, se convertían simbólicamente en madres, imitando la virtud de la Virgen María. A este niño Jesús le rendían culto orando, confeccionando ropa y fabricando escenografías para colocarlo (Perdigón, 2017).

Perdigón también considera interesante cómo se fue adaptando esta costumbre hasta llegar al día de hoy. Y coincido con cuán atractiva es la fabricación de un objeto, en este caso, una escultura, transformada en objeto de culto, que ha pasado por un proceso semiológico que lo ha llenado de significación; sugestivo, pues, cómo se vinculan estos procesos históricos y las producciones y actual que van más allá de su materialidad.

Sabemos que los Niños Dios son un referente cultural y que es de interés conservar su tradición, pero ¿qué tanto descartamos la prevalencia del objeto actual, puesto que hay muchos y son fácilmente reemplazables materialmente? A la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural (CNCPC), del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), no se le solicita la restauración de imágenes religiosas de yeso o de resinas sintéticas. Estoy consciente de que no es su área, como tampoco lo es del Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble (Cencropam), dependiente del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL). Luego entonces, si las instituciones sancionan lo que debe ser conservado, somos conscientes de su valor,5 y si las que oficialmente tienen la encomienda de conservar el patrimonio cultural mexicano no se encargan de ello, entonces ¿quién?

Por lo general quienes realizan esta tarea son los artistas, “santeros” o artesanos —que como ellos los producen, ellos los reparan—, pues aunque se trata de imágenes con carga simbólica, en el entendido de que “carecen” de valor material no son dignos de ser restaurados por un profesional, de manera que si los repintan, no respetan el “original” y “transgreden” principios de intervención que nos enseña la academia, no es motivo de ofensa.

No funciona así cuando alguno de estos “santeros”, artesanos o artistas sin formación profesional de conservación/restauración llega a intervenir imágenes igualmente simbólicas pero con gran valor material o histórico; en esos casos, nos alarmamos, pues en tales situaciones se activa una serie de acciones legislativas, teóricas y personales que si bien tienen que ver con la protección del patrimonio, también podrían ubicarse en los límites del fetichismo por las antigüedades.

Como menciona Perdigón (2017: 109), todo objeto que se usa tiende a sufrir desgastes o daños por accidentes e incluso envejece. En algunos casos las piezas quedan expuestas en un sitio donde, por la incidencia continua del sol, se decoloran; en otros les cae algún otro objeto del nacimiento y se rompen. Mientras los visten, pierden las pestañas, y se van ensuciando cuando en el arrullo todos los presentes demuestran su devoción besándoles alguna parte del rostro o las manos, como parte del ritual de celebración. Por todos esos movimientos que implican ser la parte central de las celebraciones en que participan, son susceptibles a dañarse. Es ahí cuando las personas mandan a reparar o renovar la imagen.6

Como podemos ver, en ocasiones se nos hace fácil delegar la memoria: basta discriminar algunas características del objeto para que la responsabilidad de que la memoria prevalezca sea delegada de los conservadores profesionales a alguien más, como un artesano, un “santero” o un artista. ¿Por qué consideramos que es correcto, que es prudente hacerlo en algunos casos? Y menciono que en algunos casos porque cuando se trata de piezas que son consideradas como arte, esa responsabilidad no se delega. Tampoco quisiera ahondar en el tema del arte, pues no es lo que está en discusión en este texto.

Cuando menciono que cualquier objeto nos puede dar algún tipo de información, no quiero decir que conservemos absolutamente todo, incluso el objeto que nos parezca más nimio, pues podríamos caer en una especie de coleccionismo fetichista o maniático. Me refiero, más bien, a que el objeto más cotidiano y contemporáneo podría ser conservado y no descartado desde el inicio. Claro que, como hemos visto y seguiremos viendo en este texto, será complicada la discriminación y tendrá que ver con más de una variable.

Continuando con la idea de hacer memoria de lo particular a lo general, no es, como menciona Ginzburg (1994: 21), que esta perspectiva circunscrita y detallista deje entrever una insatisfacción respecto del modelo macroscópico y cuantitativo que ha dominado, en este caso, la escena historiográfica. Es más bien que dentro del campo de la conservación se puede contar la historia a partir de los detalles, lo cual me resulta más atractivo que lo que muchas veces hacemos, que es hacer encajar un objeto dentro de una historia general.

Sobre ello, también debe tomarse en cuenta que los objetos son un documento o una fuente de información limitada, y que, como he mencionado, son una suerte de indicios, donde por sí mismos pueden contar determinada parte de la historia y contribuir a ella, pero ¿cómo decidimos cuáles son los indicios que queremos estudiar y cuáles permanecerán ignorados?

Como refiere Muñoz Viñas (2003: 60), los objetos cotidianos del siglo XVII (historiográficos) son considerados como relevantes por su carácter documental, pero no se puede decir que tengan un valor simbólico notable; sin embargo, son tomados casi automáticamente como documentos y objetos de restauración, aunque sean estudiados por un grupo muy reducido de personas.

Lo mismo pasará en algunos años con nuestros objetos cotidianos, que de alguna manera forman parte de una categoría muy alejada del resto de los objetos que, consideramos, deben restaurarse o conservarse. Es decir, pasarían a ser un mecanismo de comunicación de un acontecimiento en concreto que representa un episodio de la historia colectiva.

Muñoz Viñas (2003: 47) afirma que aquellos objetos que tienen valor para pequeños grupos o individuos se excluyen como objetos de restauración por razón de que se asume que un bien cultural, por definición, pertenece a un grupo social, no a un individuo, pero considero que precisamente así se construye el patrimonio cultural, con cosas que para los individuos son importantes de una manera personal y resulta que se comparten como colectivo en mayor o menor medida.

Quiero mencionar que los valores que se le atribuyen a los objetos no son universales. Para aquellos que desconocen los códigos y las circunstancias de otras comunidades o personas, tales valores no existen, resultan incomprensibles o ridículos (Muñoz Viñas, 2003: 49).

Y aunque Muñoz Viñas (2003: 51) destaca que la probabilidad de reconocer un objeto como objeto de restauración es proporcional a su potencia simbólica, considero que, precisamente, depende de para qué o para quién o quiénes se esté conservando o restaurando.

Por otro lado, Ginzburg (1994: 34) dice que demostrar la existencia de confluencias intelectuales y, al mismo tiempo, la ausencia de contactos directos es una operación nada fácil. Aquí radica el interés que va más allá de la relevancia del objeto, que para mí se traduce en la memoria.

Finalmente, no se trata de decir qué es correcto y qué no lo es ni si la forma en la que estamos conservando y decidiendo qué conservar está bien o mal. No existe esa polaridad. Simplemente, las formas de hacerlo no son estáticas. Como conservadora/restauradora, por mi experiencia laboral y formación académica puedo decir lo siguiente:

A partir de estas microhistorias —obtenidas de los indicios que dejan los objetos—, como las llama Ginzburg, el restaurador/conservador ayuda a transformar esos indicios en elementos narrativos, muchas veces —no me dejarán mentir— rayando en los límites de la invención —prohibida, por supuesto—, pues la realidad no siempre puede verificarse. Sin embargo, no hay una sola forma de contar la historia ni de preservar la memoria; seleccionamos del pasado lo que ahora nos parece relevante conocer y elegimos del presente lo que nos parece importante proyectar a futuro. Seguimos evolucionando con cada decisión que tomamos.

Somos conscientes de que el patrimonio cultural es vasto, y de que, por lo menos en México, no hay suficientes restauradores/conservadores egresados y en formación para atenderlo. No obstante, sí somos responsables de la conservación de todo lo que implica este patrimonio. ¿Cómo podemos hacernos cargo de una manera responsable sin despreocuparnos por lo que no está dentro de nuestra formación?, ¿podemos delegar esta responsabilidad a usuarios, y a quienes no tienen la misma formación académica que nosotros?; si es así, ¿en qué términos deberíamos hacerlo?, ¿está mal que una persona sin formación académica en restauración intervenga el patrimonio porque haya aprendido técnicas para hacerlo?

Como se dice a veces, si no haces lo que te piden, alguien más lo hará; si no atiendes Niños Dios de yeso, lo hará el santero. No se trata de monopolizar el trabajo de restauración, adecuación, remodelación, renovación o reparación, sino que no debemos desechar la posibilidad de abordar una pieza desde la conservación/restauración por ser una manifestación cotidiana, tradicional y sin autoría.

En ocasiones he escuchado que debemos “educar” a la gente para cuidar su patrimonio. No me parece correcto el concepto educar como sinónimo de aleccionar, y quisiera decirles que nosotros somos quienes ponemos los términos y condiciones de lo que es válido —y de lo que es criticable— para atender objetos que son de la gente, como un Niño Dios.

Podríamos concienciar sobre la conservación preventiva para que, por el uso que se les da a los objetos, los accidentes sean menos frecuentes. ¿Pero cómo mediar con temas como el cambio de apariencia de una escultura? Cuando hablamos de escultura de madera o pasta de caña policromada, aceptamos el cambio del gusto de la época, siempre y cuando sean cambios con los materiales que consideramos adecuados; o cuando se trata de una pintura de caballete, decidimos cuáles añadidos sí son testigos de una forma de pensar en una época y se quedan como registro o, por el contrario, debemos eliminarlos.

Pero ¿qué pasa con un Niño Dios contemporáneo?; se le puede cambiar por completo el tono de piel, y es válido porque es parte del cambio de gusto de una época. Sin embargo, en el campo de la restauración, repolicromar7 por simple gusto es criticable, puesto que la pieza ya no está en uso y es testigo de algo (no obstante, aunque sí esté en uso se dice que, por respeto a ella, no se le puede cambiar de apariencia).

Las mismas prácticas, de hace siglos, de repolicromar piezas se siguen llevando a cabo, pero se considera algo negativo si consideramos aquéllas “dignas” de conservar. Si son Niños Dios de yeso o de resina, parece que la decisión y la acción es irrelevante. La mayoría de las ocasiones escuchamos la palabra depende para responder a todo este tipo de dudas que no tienen una única respuesta, y diré que, en efecto, depende y es debatible, porque me gustaría comentar que me parece que si el patrimonio está vivo, es decir, en uso, es válido hacer este tipo de prácticas, aunque claro, tomar esa decisión depende de distintas variables.

Hace años no existía una escuela de conservación/restauración como tal, actividad que era vista como un oficio técnico. Hace tiempo no existía un seminario-taller8 de conservación de arte contemporáneo dentro de la formación profesional tradicional. Probablemente en algún momento los objetos modernos y contemporáneos, de uso cotidiano, que no son precisamente arte contemporáneo, pero sí testigos de algo y son capaces de guardar información, sean objeto de estudio y de conservación. Sin embargo, como se ha visto a lo largo de la historia, esto requiere distancia temporal para teorizar y conservarse.

En cada época o generación vamos cambiando la forma de analizar las cosas, por lo cual los valores, los objetos, la cultura y, por lo tanto, su conservación debe ampliarse y adecuarse al tiempo, pues es el curso normal del devenir.

No hay una forma correcta de conservar la memoria, ni tampoco de analizarla, pues estará condicionada por su origen, contexto e intención. Como mencionaba, las microhistorias de Ginzburg son un enfoque que empata muy bien con esta profesión, pero no quiere decir que así debe hacerse siempre y que es la única forma de abordar los objetos que intervenimos o resguardamos, ya sea un Niño Dios del siglo XVIII o uno de 2019 con ajuar de taquero.



Referencias

Ginzburg, C. (1994). Microhistoria: dos o tres cosas que sé de ella. Manuscrits, (12), 13-42.

López Cuenca, A. (2009). Otra cosa: artes visuales y convergencia tecnológica. Revista de Occidente, (333), 35-49.

Muñoz Viñas, S. (2003). Teoría contemporánea de la restauración. Madrid: Síntesis.

Perdigón Castañeda, J. K. (2017). Mi Niño Dios. Un acercamiento al concepto, historia, significado y celebración del Niño Jesús para el día de La Candelaria. Ciudad de México: Secretaría de Cultura/Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Santabárbara Morera, C. (2014). La teoría de la conservación del arte contemporáneo de Hiltrud Schinzel. Una alternativa a la teoría de la restauración de Cesare Brandi. Conservación de Arte Contemporáneo, 15.ª Jornada (pp. 1-8). Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.


Notas al pie

1 Aquí quisiera cuestionar qué tanto tiempo, quién dice cuánto tiempo de existencia debe tener un objeto para considerarse antiguo. Por ejemplo, hace unos días vi a la venta un Niño Dios de yeso ofertado como antigüedad: “siglo XX” (pienso que era de la segunda mitad), estaba catalogado. Y se vendió en un par de días. Entonces, ¿ese Niño Dios es antiguo?, ¿quienes lo ofertaron y quienes lo compraron como antigüedad están en lo correcto?, ¿cuántos años debe tener para decir que ha adquirido valor de antigüedad?, ¿quién decide o valida eso y por qué?

2 Me gustaría mencionar que Santabárbara se refiere al arte contemporáneo, pero en este caso yo me refiero a los objetos cotidianos que no son considerados como arte, así que para fines de esta reflexión debería sustituir la palabra idea por memoria.

3 En este caso, del objeto como el Niño Dios.

4 Autor con gran peso en la formación teórica de la escuela de restauración mexicana.

5 Recordemos que Katia Perdigón publicó en el INAH un libro titulado Mi Niño Dios. Un acercamiento al concepto, historia, significado y celebración del Niño Jesús para el día de La Candelaria (2017), en el que no se atribuye mayor o menor importancia al objeto en sí mismo con base en su antigüedad o materialidad, sino que se habla de una extensa tradición.

6 No está de más mencionar que reparar y renovar no son lo mismo que restaurar; hay una diferencia entre esas acciones: las dos primeras son hechas por los artesanos, artistas o “santeros”; la última, por profesionales de la restauración/conservación.

7 Colocar una capa de policromía sobre otra preexistente, o bien retirar la policromía anterior y colocar una nueva siempre y cuando se haga en la totalidad de la pieza.

8 Los seminarios-taller son el espacio curricular habitual en los programas académicos de la ENCRyM.



Imagen en portada

Ana Vargas, Fragmentos de Niños Dios en la Ciudad de México, 2022.


Cómo citar esta contribución

Vargas López, A. K. (2022). La selectividad de la memoria. Archivo Churubusco, (9). https://archivochurubusco.encrym.edu.mx/09/05.html.